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Foto de Aroa Carvajal
José Antonio Llera, natural de Talavera la Real, desarrolla su labor académica como docente en la Universidad Autónoma de Madrid. Es uno de los investigadores más reconocidos por la crítica especializada; autor de varios ensayos y poemarios, además de una novela de reciente escritura. Hablamos con él de sus publicaciones y su recorrido vital en el mundo del estudio y de las letras
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—Cursaste bachillerato en el Instituto Reino Aftasí de Badajoz. Al vivir en Talavera la Real, debías coger el autobús todos los días, hacer catorce kilómetros de ida y de vuelta, un trayecto más propio al que se realiza en una gran ciudad que en las provincias. ¿Eras de los que se dormían en el autobús o aprovechabas, ya entonces, para leer?
—Ninguna de las dos cosas. Soy alérgico a los madrugones y nunca he podido dormir en los transportes. Esperábamos el autobús a la intemperie cada mañana y llegábamos al instituto antes de que abrieran las puertas, tras cruzar el puente metálico de un lado a otro de la carretera. Cazábamos sombras entre los setos y había mañanas muy azules y profesores con bata blanca. Para mí, era un mundo desconocido porque supuso romper con mi pandilla de la infancia, con la que jugaba en las calles y en una fábrica de pan abandonada que había en mi pueblo, la fábrica de las guerras y los juegos brutales. No fue fácil la adaptación al principio a la nueva tribu. Luego ya sí, cuando hice amigos y, sobre todo, cuando me hice lector gracias a la biblioteca pública y a Felipe Hernández, un profesor de literatura excepcional que nos hizo leer Macbecth y Edipo rey.
—Luego llegaste a la facultad de Filosofía y Letras. ¿Tuviste muy claro desde el principio, entre tanto estudiante confundido y falto de vocación, que aquello era lo tuyo? ¿Qué sensaciones te provocó aquel primer contacto con la universidad? ¿Era lo que te habías imaginado?
—En realidad, yo quería ser traductor literario, pero tanto Salamanca como Granada me pillaban lejos, así que me decidí por lo que tenía más cerca: estudiar Filología en Cáceres. Los primeros meses fueron de inseguridad, como suele pasar cuando dejas la casa familiar. Además, tuve la mala suerte de alojarme en una residencia de estudiantes espantosa, donde apenas dormía. Por aquel entonces, se estudiaba una licenciatura de cinco años y los tres primeros eran comunes hasta que te decantabas por Inglesa, Hispánicas, Románicas o Clásicas. Mi idea era hacer Inglesa, pero los profesores de ese departamento no me agradaban. No me arrepentí del cambio a Hispánicas en absoluto. En aquella Facultad de Avenida de los Quijotes planeaban por el aire, como arcángeles difusos, los nombres de los padres tutelares (los profesores Rozas y Senabre) y había una antigua capilla reconvertida en sala de conferencias donde los poetas invitados leían bañados ceremoniosamente por una luz ambarina que les daba apariencia de apóstoles laicos. Creíamos ingenuamente que allí se iba a aprender a escribir, pero la realidad era otra. Fuimos creando nuestros propios espacios de cultura, nuestras redes de intercambio en torno a la revista La Nueva Letra y al premio literario San Isidoro de Sevilla. Recuerdo con especial cariño las clases de Gregorio Torres Nebrera, hombre de gran erudición, Carmen Galán e Isidoro Reguera, que nos dio un curso monográfico sobre modernidad y posmodernidad (¡en la levítica Cáceres!), y que luego montaba aquellos magníficos congresos de filosofía que anunciaba a todo color con carteles de Arsenio.
—En aquellos primeros cursos tus intereses iban por la poesía contemporánea y, sin embargo, acabaste realizando una tesis sobre la revista satírica La Codorniz. Además elegiste de director al profesor más controvertido y apóstata de toda la facultad.
—En aquellos años solo era un lector de poesía omnívoro, un muchacho provinciano y un poco pedante, no un especialista ni mucho menos. Algo así como lo que cuenta Julian Barnes de uno de sus personajes: “tímido, encerrado en su concha, nada viajado y despreciativo”. Hacía grandes batidas por la Biblioteca Pública y cataba de aquí y de allá, sin mucho orden ni dirección. Compraba también bastante en la librería Vicente de la Plaza Mayor y en Cerezo. Ya entonces empezaba a escribir, a buscar, a tantear. Cuando acabé la licenciatura, la mayoría de mis compañeros de promoción tenía la idea de hacer el CAP y luego opositar. Mi intención, en cambio, era hacer el doctorado. No tenía ningún tema aún que me resultase “inspirador”. A raíz de una exposición en clase de Historia sobre la revista La Codorniz, la profesora, María Jesús Merinero, me convenció para que hiciese la tesina sobre el semanario satírico. Le hice caso y, cuando me dieron una beca de investigación, seguí con el tema. Elegir a César Nicolás era lo más lógico, ya que él había trabajado a fondo sobre la greguería de Gómez de la Serna y conocía por tanto el humorismo de vanguardia. Aún recuerdo el croquis casi indescifrable que me dibujó en su despacho cuando fui a solicitar su dirección para el proyecto. De César aprendí que escribir crítica no significa renunciar a la voluntad de estilo, aprendí la necesidad de independencia y el gusto por lo interdisciplinar. Le veo con frecuencia en Madrid. Es un profesor insólito dentro de los patrones que suelen darse en la universidad.
—También en esos años aparece tu primer poemario, Preludio a la inmersión, en 1999. Háblame de esa primera publicación.
—Aunque ya había publicado algún poema suelto en la antología que en 1995 preparó Miguel Ángel Lama, fue Fernando Pérez, editor de la Editora Regional de Extremadura, quien me pidió libro a través de Julián Rodríguez. Fue el origen de Preludio a la inmersión. Fernando ayudó mucho a los que empezábamos a escribir entonces. Era un hombre discreto y sensible, un editor modélico y comprometido con su trabajo. En aquel momento yo estaba obsesionado con el poema largo, unitario, de una pieza, bajo la influencia de Eliot, Octavio Paz, Antonio Colinas y el Juan Ramón Jiménez de Espacio. El libro se presentó en el Colegio Mayor Francisco de Sande junto a Ortigas, de Agustín Villar, un escritor espléndido aunque bastante olvidado. No tuvo reseñas y era lo esperado. En aquel momento se estilaba otra clase de poesía (la mal llamada “poesía de la experiencia”) y yo era un perfecto desconocido que sacaba un librito en una editorial institucional, un librito atravesado de imágenes visionarias y aliento épico, neosurrealista.
—Saliste de la Facultad, no sé si con honores o todo lo contrario, para incorporarte al CSIC en Madrid. Estuviste allí dos años. ¿Qué te supuso esa experiencia? ¿Es cierta la leyenda de la precaria vida del investigador a sueldo del Estado?
—Salí como pude. No sé si como el gallo de Morón que dice el dicho popular: “cacareando y sin plumas”… Cuando leí la tesis en Cáceres surgió la posibilidad de pedir una beca posdoctoral al Ministerio para realizar una estancia en el CSIC. Tenía el apoyo de Miguel Ángel Garrido Gallardo, que había sido presidente del tribunal de mi tesis. Todo salió bien y me dieron la beca. El edificio del Instituto de la Lengua Española estaba entonces en la calle Medinaceli, en lo que había sido el Palacio de Hielo y del Automóvil antes de la guerra civil. Era un edificio desvencijado, con baluernas en las paredes y pasillos oscuros. Enfrente de mi despacho, que no tenía ventanas al exterior, estaba el de Rodríguez Adrados. No era un gran sueldo, pero tenías una libertad absoluta para entrar y salir a la hora que quisieras. Coincidí allí con otros investigadores como Ángel Luis Luján y Armando Pego Puigbó, buenos amigos hasta hoy. Cuando faltaban pocos meses para terminar la beca, sabiendo que no existían posibilidades de estabilización, me presenté a las oposiciones de secundaria y saqué la plaza. No era desde luego lo que me apetecía hacer, así pedí la excedencia por interés particular en cuanto conseguí el contrato de investigación Ramón y Cajal en la Universidad Complutense.

—En 2013 publicas en Adaba Rostros de la locura: Cervantes, Goya, Wiseman. Creo que es un punto de inflexión en tu obra como ensayista e investigador. Me explico: a principios de los noventa ya comentábamos que una de las disciplinas más interesantes en la carrera era la Literatura Comparada y, sin embargo, pese a su atractivo, existían serias dificultades de desarrollarla. Lo curioso es que esta vertiente que tú tomas es más transversal, más posmoderna, si me lo permites. De nuevo le das la bienvenida a la heterodoxia: enfrentas a un escritor, a un pintor y a un cineasta, y además de épocas muy distintas. ¿¡Cómo se te ocurre!?
—Dentro de la investigación en literatura es habitual que estés toda la vida exprimiendo un par de temas. Eres “experto” en ellos y te piden colaboraciones, te llaman para congresos o seminarios… Puede haber alguien que toda su carrera se dedique a trabajar sobre la técnica del engaño en la dramaturgia de Lope de Vega, por ejemplo. A mí ese ultraespecialismo me cansa y me parece contraproducente. Llegó un momento en que no me encontraba cómodo dentro de la camisa de fuerza de la monografía académica, repleta de convenciones, donde muchas veces se pierde la voz propia. Ese libro de Abada surge a raíz de ese descontento: buscaba una mayor libertad en lo temático y en lo formal, sin que eso supusiera renunciar a una documentación previa rigurosa. Me planteé entonces estudiar un tema, la locura, en relación con un escritor, un pintor y un cineasta (un documentalista). Creo que sí supone un paso adelante con respecto a lo que había hecho antes. Intenté hacer lo mismo en mi libro sobre Poeta en Nueva York, visto al trasluz de la fotografía, la pintura y el cine, y con algunas derivas totalmente literarias dentro del discurso expositivo-argumentativo. Es la idea barthesiana de pasar del Código al Texto. Y en eso ando.
—Tras un paso por la Complutense, llegas en 2014 a la Universidad Autónoma de Madrid. ¿Por qué ahí y no en otro sitio? La pregunta no es baladí, porque desde fuera tenemos esa sensación de que la enseñanza universitaria es una cosa bastante cerrada.
—Si tuviera que contarte todos los lastres y sinrazones de nuestro sistema universitario tendríamos que hacer varias entrevistas. No daríamos abasto. Aunque ahora se están creando puentes para facilitar el paso de una universidad a otra (la llamada vía Echegaray), nunca fue fácil. En mi caso, pude cambiar antes de que cumpliera mi contrato porque en el Departamento de Filología Española de la UAM salió una plaza tras la jubilación de Pablo Jauralde y me presenté a ver qué pasaba. Ten en cuenta que todas las generaciones de doctorandos dependen de cuestiones coyunturales como esas, que se creen plazas en un departamento para poder trabajar de forma más o menos estable. Muchas veces eso no ocurre, así que no hay más remedio que considerar otras opciones como la enseñanza en el extranjero o la secundaria.

—Publicas entonces Transporte de animales de vivos, con nuestra editorial, Aristas Martínez, donde se invita a Paco Nadie para que ilustre el libro. Me doy cuenta ahora, con el tiempo, de que en la vida, la pérdida y los encuentros van muy unidos, y empiezo a ser consciente de que la verdadera creación es pasto de la intimidad. ¿No son tus poemarios, publicados en pequeñas editoriales, en minúsculas tiradas, sino un símbolo de que tu expresión más libre es también la que permanece más oculta?
—Antes de Transporte de animales vivos, que es mi último libro de poesía hasta el momento, publiqué El monólogo de Homero, que tiene mucho en común con Preludio a la inmersión, y El síndrome de Diógenes, en el que hay un cambio de escritura en el sentido de que me empiezan a interesar los espacio urbanos contemporáneos y hay también un lenguaje más crudo y expresionista. Creo que estas señas de identidad son las que definen también Transporte de animales vivos. Sobre lo que me preguntas te diré que sigo creyendo en lo que decía Brines a propósito de la poesía: tiene lectores, no público, y a veces esos lectores, como en mi caso, son solo unos pocos amigos. Cuando me propusiste la idea de que el libro fuera ilustrado no me convenció (siempre he preferido el texto desnudo). Pero en cuanto vi los dibujos de Paco Nadie me di cuenta de que dialogaban perfectamente con los poemas, a pesar de que no habían sido elaborados tras su lectura. Había un grado de convergencia que era producto del azar objetivo, ese en el que creían los surrealistas, y ese abrazo era triple porque se producía también con vuestro trabajo como editores. Lo explicasteis muy bien en el colofón. Acaso la literatura sea un modo de creación desde la orfandad, desde la falta, sea cual sea. Desde la falta y desde una clase de emboscadura.

—Pasan unos años y te consolidas, profesional y creativamente. Otro gesto de libertad, en ese momento, es escribir un dietario. Con él ganas el Premio Café Bretón: Cuidados paliativos (Pepitas de Calabaza, 2017). ¿Qué pasó por tu cabeza para tomar esas decisiones?
—El caso del diario surge de un modo diferente a otros libros míos. Es todo más azaroso. Desde 2010 yo venía haciendo anotaciones muy diversas en un moleskine. Digo diversas porque no había un solo hilo conductor: la infancia, libros, películas, algún aforismo, algún encuentro… No se trataba de un diario en el sentido estricto, porque no había sujeción al calendario ni predominaba el presente. Tampoco tenía intención de editar esas anotaciones. Sin embargo, cuando pasaron unos años y tenía ya varios cuadernos escritos, se me ocurrió que podía pasarlos a limpio y probar en algún sitio. Mandé diez páginas a Cuadernos Hispanoamericanos y se publicaron porque le gustaron mucho a su director, Juan Malpartida. Fue él quien me pidió una segunda entrega y por ese motivo pensé que tal vez no estaría mal componer un libro completo, haciendo una buena selección y reescribiendo todo lo que hiciera falta. Hubo varios intentos de publicarlo en algunas editoriales, pero no llegaron a buen puerto, de forma que se me ocurrió enviar el manuscrito al Premio Café Bretón, ya consolidado, y que habían ganado escritores tan distintos como Miguel Sánchez-Ostiz, Juan Manuel de Prada y Montero Glez. Tengo una segunda entrega inédita, pero en el caso de libros misceláneos como estos me parece que debe haber un intervalo mínimo de cinco años. Si no lo haces así corres el peligro de repetirte. Me agotan esos diaristas que a cada poco publican diarios de quinientas páginas.
—Estos últimos años, cuando venías por Talavera a ver a tu familia, aprovechabas para entrar en los archivos de la Diputación y documentarte. Nos diste algunas pistas: un familiar del que apenas tenías noticias, una muerte, unas fichas del psiquiátrico provincial de Mérida… “Otra vez la locura”. Entonces nos contaste el plan, que parecía muy sencillo: “Voy a escribir mi primera novela”.
—Así es. La novela está escrita, por lo menos esta primera versión. En la familia de mi madre había un tío al que nunca conocí y del que se hablaba muy poco. Había estado casi toda su vida en el psiquiátrico de Mérida, desde los catorce años. Recuerdo que mi padre fue a verlo en una ocasión y nos contó que tuvo un comportamiento bastante normal, que se acordaba de sus hermanas. Muchos años después quise indagar un poco más y conseguí acceder a su historia clínica. El conocimiento de esos datos hizo que me planteara conocer más la historia del psiquiátrico y la de sus internos. No quería hacer un libro de investigación esta vez, ni tampoco un ensayo, ya que no soy psiquiatra y no tengo esa formación. Quería hacer una novela a partir de algunos hechos reales, pero sin caer en el naturalismo. El gran problema que suele tener el poeta que se plantea abordar proyectos narrativos es que, por lo general, controla el lenguaje y los tonos, incluso los ambientes, pero no es tan hábil a la hora de construir un argumento. Las novelas de los poetas suelen estar bien escritas, dan buena prosa, pero eso no quiere decir que sean buenas novelas.
—Esta entrevista es una de las últimas entradas que publicaremos en esta primera temporada de Dehesa de Papel. Nos gustaría que, al igual que abriste con un poema inédito, cierres tú, de la mejor manera que creas, esta iniciativa.
—Creo que cualquiera que se haya acercado a Dehesa de Papel celebraría que tuviera una continuidad indefinida. Es un ejemplo de trabajo bien hecho, perfectamente viable y un medio muy útil para visibilizar obras y autores. Es más, lo ideal sería que se pudiera crear a partir de este primer escalón un magazine cultural que englobase la agenda cultural de toda la región.
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José Antonio Llera (Badajoz, 1971) es profesor en la Universidad Autónoma de Madrid y trabajó como investigador en el CSIC y en la Universidad Complutense. Ha publicado siete monografías: El humor verbal y visual de La Codorniz (2003); El humor en la obra de Julio Camba (2004); Los poemas de cementerio de Luis Cernuda (2006); Rostros de la locura: Cervantes, Goya, Wiseman (2012); Lorca en Nueva York: una poética del grito (2013); Vanguardismo y memoria: la poesía de Miguel Labordeta (2017, XVII Premio Internacional Gerardo Diego de Investigación Literaria); y Donde meriendan muerte los borrachos. Lecturas de Poeta en Nueva York (2018). Preparó la edición del epistolario inédito de Miguel Mihura y una antología de artículos de Wenceslao Fernández Flórez. También es autor de cuatro libros de poesía: Preludio a la inmersión (Editora Regional de Extremadura, 1999), El monólogo de Homero (Editora Regional de Extremadura, 2007), El síndrome de Diógenes (Luces de Gálibo, 2009) y Transporte de animales vivos (Aristas Martínez, 2013). En 2017 obtuvo el XXIII Premio Café Bretón por el dietario Cuidados paliativos. Ha traducido a Robert Bly, Jack Gilbert, Yves Bonnefoy, Ken Smith y Frank Bidart.