Nos encontramos con el escritor Luis Landero (Alburquerque, 1948) durante la jornada inaugural de la 40.ª edición de la Feria del Libro de Badajoz en la que fue responsable de ofrecer el pregón.

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Luis Landero. Fotografía cortesía de Esmeralda Lara

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—Este es el evento literario con mayor presupuesto y oferta de actividades del oeste de nuestro país. ¿Qué te parece la descentralización cultural y las propuestas que desde la periferia encuentras en nuevos sellos literarios?

—Esa variedad es estupenda. Las editoriales pequeñas trabajan con más libertad y menos prejuicios comerciales, y son muy importantes para sacar nuevas voces literarias.

—Tú mismo participaste en una editorial pequeña, Ediciones del Oeste, de la mano de Ángel Campos.

—Sí, una editorial que se creó específicamente para publicar ese libro. Ángel era un agitador cultural de primer orden. Insistió en que colaborase con él, y yo en principio estaba dispuesto a hacer un artículo o dar una charla, pero no le bastaba, así que con su característica persistencia y seducción, casi que me obligó a escribir el libro, que finalmente fue bellamente editado con ilustraciones de Javier Fernández Molina.
A veces un libro pequeño, como Entre líneas, que se hace de capricho, resulta ofrecer una experiencia mucho más enriquecedora e intensa.

—En esa época habías publicado un par de libros: el multipremiado Juegos de la edad tardía y, con menor repercusión, Caballeros de fortuna. Recuerdo que, en contra del consenso, un lector precoz me comentaba: «Creo que este libro le hace mejor escritor, ya que al ser capaz de ponerse en la piel de alguien mucho mayor que él, y resultar convincente, es síntoma de sabiduría».

—Bueno, es una reflexión interesante, aunque no estoy del todo de acuerdo: un escritor observa, y lo que hace es meterse en el pellejo de un hombre o una mujer, o incluso de un animal si es necesario, y lo recrea imaginariamente. Pero eso es propio de un escritor, de la misma manera que un actor se disfraza de uno u otro personaje, a cuál más diferente y los interpreta convincentemente. Hay que estar preparado para darle voz y vida a todo tipo de personajes: los buenos, los malos, los tontos, los listos…

—Pero ¿no te parece que la edad, que el tiempo, nos convence de que algunas cosas que no creímos importantes después lo sean, y viceversa?

—Uno escribe con el mismo espíritu, pues a fin de cuentas es un mundo de ficción: una burbuja que queda en cierto modo aislada de tu vida personal. Y a partir de ahí, sí, se nota el tiempo, pero no por la edad en sí misma, sino por la evolución. Uno se vuelve quizá estilísticamente más austero, escribe de un modo más sencillo; es más esencial, y puede ser más o menos pesimista, depende de cada cual.

—Entonces la observación, como la que tú has experimentado en la docencia formando a futuros actores, habría que entenderla como un acto vital…

—Claro, fundamentalmente hay que ser una esponja, que todo lo pilla, que todo le interesa. Aunque, luego de esa curiosidad, de esa observación, hay cosas que sirven y cosas que no, pero uno tiene a su disposición un almacén de experiencias, de hechos a partir de los cuales la imaginación vuela. Porque esa imaginación despega siempre a partir de algo real, algo que ha observado, algo que ha vivido o ha visto vivir y ahí es donde la imaginación es el motor de arranque. Un narrador es el que observa mucho.

Siempre tardas más o menos el mismo tiempo en escribir y publicar un libro, en periodos de tres años aproximadamente…

—Sí, bueno, antes tardaba cuatro o cinco, y luego he ido acelerando… supongo que he ido aprendiendo (ríe)… Y ahora vengo a tardar dos años, pero nunca se sabe esto del ritmo de escritura. Ahora estoy acabando una novela, me queda el último capítulo, y quizá la publique la próxima primavera, de manera que, fíjate, apenas va a haber un año entre uno y otro.

—Hay lectores que recuerdan un acontecimiento o una etapa de sus vidas asociado al libro que estaban leyendo entonces. ¿La memoria de un escritor se asocia al proyecto literario en que está enfrascado en ese momento?

—Sí, eso es inevitable, claro. Además, a veces apenas recuerdas nada: el olvido va destrozando todo el pasado. Recuerdas solo los hitos, relacionados con cosas importantes, y a veces coincide, que lo importante fue el libro que estabas escribiendo.

—En 1999, en el programa de televisión Esta es mi tierra, compartías recuerdos junto al río Gévora acompañado de unos amigos. Uno de ellos, Paco, rememora cuando erais niños y el padre de alguno os anunciaba que visitaríais Badajoz al día siguiente. Contaba que en la entrada a la Feria de San Juan, unos vendedores ambulantes vendían plátanos que cargaban en una cesta, como un fruto exótico y exquisito, y que cuando os compraban uno erais los chiquillos más felices. Te entregamos un libro y este plátano como un guiño a aquella simpática anécdota, pues aunque se trate de dos ferias distintas y una distancia de sesenta años, seguimos estando en Badajoz.

—Pues muchas gracias. Es un obsequio muy original. Efectivamente, un plátano era entonces un lujo, como lo es estar aquí hoy.